“Hay cosas imponderables que los jugadores y el técnico no podemos contemplar”, vociferó Dunga tras la elminación de Brasil a manos -nunca mejor dicho- de Perú. La queja era evidente, pero se quiera o no, uno entra a la cancha sabiendo que, en este deporte, no siempre gana el mejor, sino el más listo.
Fue escandaloso, es cierto. Dentro de un fútbol tan corrupto y sucio, donde en muchos casos los intereses prevalecen por sobre la esencia de lo deportivo, la desconfianza hacia el sistema parece cada vez más grande y la llegada de la tecnología se hace inminente. Pero, ¿por qué quitarle a esta hermosa disciplina uno de los pocos atributos autóctonos que le quedan, como lo es la emoción?
Justicia o entusiasmo. El huevo o la gallina del postmodernismo. Lo que Ruidíaz hizo anoche no se llama trampa, sino picardía. Era el único recurso que le quedaba, porque la jugada ya lo había sobrado. La pelota le iba a pasar por detrás del cuerpo y, junto a ella, la clasificación a los cuartos de final. La dificultad no radicaba en cómo hacerlo, sino en cómo hacer para que el árbitro, Andrés Cunha, no lo viera. Fue entonces cuando el peruano tuvo su momento de gloria y puso el brazo como en el potrero. Y aunque lo que hizo no es lo correcto, es parte del juego. La culpa no es de él ni del juez de línea, sino del árbitro que estaba en cancha y no tuvo el oficio necesario para decidir correctamente. Ruidíaz fue más listo que Cunha.
Preguntarse qué habría pasado con el actuar de la tecnología es en vano. Hubiese sido cuestión de un instante para volver atrás. Sin embargo, el fútbol, por historia, se rigió siempre por lo que ve el juez. Sino, ¿habría que removerle el título mundial a Inglaterra por el gol que no debió ser convalidado en la final de 1966, ante Alemania, donde la pelota que impactó Geoff Hurst picó, por lo menos, medio metro afuera del arco? ¿Y qué decir de la Mano de Dios, en México 86, o del no-gol de Steven Gerrard, en Sudáfrica 2010, también en un Inglaterra – Alemania?
Implicar la tecnología en el fútbol significa cambiar su esencia y transformarlo en algo mucho más justo pero profano. Yo también debí ver el gol nuevamente en la repetición para darme cuenta de que había sido con la mano, y no celebro las trampas ni las injusticias, sino el ingenio y la velocidad con la que el jugador burló a todos, incluso a mí. Ojo: también soy el primero en arrancarme los pelos cuando, al rival de turno que se enfrenta a mi equipo, le convalidan un gol en offside. Pero acepto las reglas y entiendo que, bajo los preceptos establecidos, el fútbol es el deporte más hermoso por la emoción que genera. No dejemos que esto cambie.
Román Failache
@rfailache